Dice mamá que siempre me consintió. Y siempre recuerdo sus abrazos, las cantadas, las tardes que caminaba tomada de su mano después de comer. O cuando acompañábamos a la abuela con doña Esperanza y él se ponía a platicar con don Pancho. Algunas veces me llamó la atención porque me lo merecía. Otras -las más- jugábamos a las luchitas, se dejaba peinar, se dejaba hacer con tal de verme sonreír.
No tuve hermanos. Así que él era mi compañía y mi mejor amigo. Comíamos mango, nieve y preparamos dulce de chico zapote con jugo de naranja, mi favorito. O las mitades de melón con nieve de limón o crema, los plátanos con crema. O las mañanas y tardes de Nochebuena y Año Nuevo cantando Juan Gabriel junto con mi tío o los villancicos de ese disco que incluía a Daniela Romo, Tatiana y Mijares o escuchando todo el día El Fonógrafo.
Tenía ese libro de texto donde aparecía La Patria y me leía su contenido, luego me contaba alguna anécdota sobre la Revolución o algo de su pueblo allá en Tlaxcala. Ojalá pudiera acordarme, pero no recuerdo nada digno.
Él me contó, antes que a nadie, que había soñado con su madre y le llamaba, le decía que pronto estarían juntos. Ya presentía su muerte. Nadie lo supo. Se fue despidiendo poco a poco y de cada uno.
Aquel viernes, sentados al sillón amarillo de piel sintética frente a la tele, me abrazó fuerte, demasiado y no me dijo nada. Ésa fue la primera vez que supe que el silencio también comunica y que era el adiós. Era el final de El privilegio de amar y el sábado, cuando agregaron el 5 a la marcación local, lo mató un camión de ruta. Quedó tendido cerca de La viga y Río Churubusco.
Mi tía y mi abuela fueron a reconocer el cuerpo. Él fue a comprar melones y estaban deshechos en el pavimento. Mi abuelo murió al instante y tuvieron que reclamarlo en un MP. Ahí estaba el chófer que lo mató detenido, creo que estuvo ahí una o dos semanas, pero mi tío le otorgó el perdón porque tenerlo en la cárcel no iba a regresarnos al padre, al tío… al abuelo.
Las siguientes horas, luego de ver llorando a mi abuela y tía por la calle abrazando la "mulita" -bastón de él-, desconsoladas, pasaron extrañas, irreales, no tengo memoria completa, sólo flashazos.
Fui al día siguiente a verlo y al mirarlo dormido en el ataúd me parecía ilógico que él haya muerto, que me dejara sola y me puse a llorar desconsolada. Mi mamá me sacó a la calle para tranquilizar mis chillidos, para explicarme qué era la muerte, para que perdiera la esperanza de verlo sonreír.
En los rosarios todo transcurrió raro, todos estábamos alerta, pensábamos que iba a llegar por la puerta grande y gritaría: ¿Qué chingados hacen? Hasta parece que se murió alguien, yo todavía no me muero. Luego se soltaría a reír y se sentaría en su sillón amarillo a ver la TV… jamás pasó. El vacío fue llenándose con otras cosas, quedaron otros vacíos, extrañé a otras personas, derramé más lágrimas, pero nunca dejé de extrañarte… jamás. Y hoy te recordé.
Siempre te pienso, abuelo.
¡Te quiero Enrique Bernal!
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