Es la cuarta vez que leo el libro. La primera vez lo leí en 2010 y me impactó por Midori, me estremeció la forma de morir de Naoko y jamás pude ponerle un rostro a Watanabe. Por aquel entonces, me identifiqué demasiado con Midori, por pelona, porque también me han dicho que con el cabello corto parezco niño y eso me parece una reverenda estupidez.
Sin embargo, cada año, cada verano que lo leo, le encuentro frases y cosas nuevas. Me imagino cosas nuevas, pongo rostros o los cambio, yo misma he cambiado. Creo que ya no estoy tan loca y desenfrenada como Midori, pero, en esencia (e impulso) lo soy y lo seguiré siendo toda mi vida.
El Watanabe que conocí en 2011 se fue a Cancún y, creo que nunca se lo dije, pero me gustaba y me enamoré un poco de él, de su voz, de sus llamadas ¡y saber que lo conocí por Twitter!
Siempre me ha desesperado Naoko. Curiosamente, este año, pude entenderla mejor. Cuando la madeja es taaaaan grande, pesada y enredada resulta muy difícil salir de ese hoyo. Y uno cambia. Entendí a Watanabe, me identifiqué con él. Midori me hacía reír aunque también me desesperaba, sin embargo, Naoko sigue sin tener rostro, sigue siendo una muñeca de porcelana fina, fría, distante que no me parece cercana o conocida.
En cambio, por primera vez me encontré el rostro de Toru Watanabe y es Israel. Recuerdo que él me dijo palabras parecidas a las que dice Toru en el libro. Israel también era raro y distante, pero eso no importaba tanto para no dejar de quererlo como lo hice. Me robó el corazón y esta vez el personaje también lo hizo.
Creo que si todos volviéramos a leer nuestros libros favoritos nos daríamos cuenta de cuánto hemos cambiado y lo mucho que ese Nuestro Favorito nos ha cambiado y aún nos sigue entendiendo.
Pronto leeré La hija del caníbal de Rosa Montero. Quizá me dé las respuestas que necesito en este momento de mi vida.
Tokio Blues, sin duda es mi favorito (no Murakami, eh, no me gusta...).
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