jueves, 10 de agosto de 2017

Ahora un post sobre el metro

El metro. Ese submundo donde todos cambiamos. Ese lugar donde la más emperifollada pierde el estilo y se agarra a catorrazos. Ese rinconcito donde el joven trajeado pierde la compostura y mienta madres, tuerce la cabecita y trata de intimidar. Esos trenes que albergan sudor, olores agradables y desagradables, gente limpiecita y bien arreglada e indigentes que también viajan ahí. Ese sitio donde el estrés se incrementa por la ruptura y agresión al espacio personal y vital, así como de los maravillosos bocineros y vendedores del metro. ¡Cómo olvidarnos de ellos!

Esas finísimas personas que si les haces mala cara te rompen la cara. Que dan espectáculos tan bonito y dignos de lucha libre en la Arena México, con un lenguaje florido y una educación rimbombante. (Ya quisiera esa educación pa' mis hijos *ajásíajá*).


Y es que vemos infinidad de cosas en el metro. Vivimos cosas gratas y otras insoportables. Pasamos del "tengo tiempo para llegar" al "ya se me hizo tarde" en dos estaciones. Observamos (o al menos yo sí porque soy una fisgona, chismosa y criticona de lo peor) cada personaje...



Tengo muchas experiencias, de todo tipo en el metro, y es que el tema me surgió porque un señor que se subió en Polanco estaba cerca de la puerta, ya una vez cerradas, apoyaba su mano para tener soporte, pero se volvían a abrir una y otra y otra y otra y otra vez, lo sorprendente es que en cada ocasión el señor se enojaba, sin embargo no dejaba de volver a poner la mano. Sinceramente, me dio mucha risa. Antes no solté la carcajada ahí mismo porque fue muy hilarante.

En un post del año pasado (clic aquí) escribía sobre una señora que era una mirruña, tal vez medía menos de 1.20, y como nadie la veía en el gentío del metro la empujaban bien cabrón, pero la señora aguantaba y se ponía bien recia. También fue gracioso.

Una experiencia profundamente asquerosa es que igual el año pasado un tipo venía jugando con una flema o gargajo (sí, ya sé AAAAASCO MIL) y después con un plastiquito como el de las velitas de gelatina (si ustedes es muy millenial clic aquí) y se lo estaba metiendo al oído. Casi vomito ahí mismo. Ay, pero pos ¿pa' qué lo ves?, dirán. Estaba enfrente de mí. Al menos, no fui la única que sintió un asco repulsivo, los que estábamos a su alrededor nos aguantamos las arcadas y el asco. Lo bueno: bajé en la estación siguiente. Ya no tuve que presenciar su show escatológico extremo. (De acordarme se me revolvió el estómago *va a vomitar*).

¿O qué tal aquellos y aquellas que les huele la boquita a féretro? Guacala. ¿O aquellas mujeres que se vacían toooooodo el perfume con aroma dulzón, de ése que marea bien cañón? O como aquel día que una chica subió con dos cascos de moto y en el impulso por entrar se me dejó ir como gorda en tobogán directo al vientre (mi quiste, en ese momento, y endometriosis no te lo agradecieron). O los días lidiando porque ningún macho-vivillo-rabo verde se pase de pendejo y me quiera agarrar los jamones.

Ah, el metro... *suspira* qué sería de nosotros sin el metro y su deficiente actividad. Seguro seríamos más felices y puntuales. Pero ya no habría shows de magia o música o lectura dramatizada o el cuentacuentos que parece personaje de El señor de los anillos o de historias de amistad surgidas en el metro o miradas coquetas o no habrían posts como éste porque no habría algo interesante qué contar.

¿Qué historias tienen del metro? Cuéntenlas, no sean tímidos.

jueves, 3 de agosto de 2017

Construcción de una misma...

¿Y qué hacer cuando te has transformado a ti misma y luego te das cuenta de que te has formado con los elementos equivocados?
Lo rompes todo y vuelves a empezar. Eso es lo que haces en tus años adolescentes: construir, destruir y volver a construir, una vez y otra, continuamente, como en una película a cámara rápida de ciudades que pasan alternadamente por periodos de boom económico y guerras. Ser intrépida e inagotable en tus reinvenciones; no pasar de los 19, fundirte y volver a empezar, otra vez. Inventar, inventar, inventar.

Yo a los 16 años cuando esa playera no me la quitaba ni para dormir xD 
Cuando tienes 14 años no te explican esto, porque las personas que deberían explicártelo (tus padres) son, precisamente, las que crearon eso con lo que tú estás tan insatisfecha. Te crearon tal como ellos te querían. Tal como te necesitaban. Te construyeron con todo lo que ellos sabían, y con amor, y por eso no pueden ver eso que tú no eres: todas las lagunas que tú sientes que te hacen vulnerable. Todas las nuevas posibilidades imaginadas sólo por tu generación, e inexistentes para la suya. Ellos lo hicieron lo mejor que supieron, con la tecnología de que disponían en ese momento; pero ahora te toca a ti, pequeño y valiente futuro, hacerlo lo mejor que puedas con lo que tienes. Ya se lo aconsejaba Rabindranath Tagore a los padres: "No limites a tu hijo a tus conocimientos, porque él ha nacido en otro tiempo."
Así que sales a tu mundo y buscas las cosas que te serán útiles a ti. Tus armas. Tus herramientas. Tus encantos. Encuentras un disco, o un poema, o una foto de una chica que cuelgas en la pared, y dices: "Ella. Intentaré ser ella. Intentaré ser ella, pero aquí."Observas cómo andan los demás y cómo hablan, y les robas trocitos; haces un collage con todo lo que pillas. Eres como el robot Johnny 5 de Cortocircuito, cuando grita: "¡Más input! Más input para Johnny 5.", mientras buscas en las páginas de los libros, y ves películas, y te sientas delante del televisor tratando de adivinar qué cosas, de entre todo lo que estás viendo (...) vas a necesitas cuando estés ahí fuera. ¿Qué te será útil? ¿Qué será, en definitiva, ?
Y cuando tengas que hacer todo eso, estarás muy sola. No existe ninguna academia donde te enseñen a ser tú misma; no hay un gerente de línea que te vaya llevando, despacio, hasta la respuesta correcta. Eres tu propia comadrona, y parirás sola, una y otra vez, en habitaciones obscuras, sola.
Y algunas versiones de ti misma acabarán en fracaso; muchos prototipos ni siquiera saldrán por la puerta de tu casa, porque de repente te das cuenta de que no, no puedes salir a la calle con un body dorado pasando mucho de tu problema de sobrepeso, al menos en Wolverhampton. Otros conseguirán un éxito pasajero: alcanzarán nuevos récords de velocidad en tierra, y te parecerán increíbles, y de pronto explotarán, inesperadamente, como el Bluebird de Donald Campbell en Coniston Water.
Pero algún día encontrarás una versión de ti misma que te hará que te besen, o que te granjeará amistades, o que te inspirará, y tú tomarás buena nota: te quedarás toda la noche, afinando, y luego improvisarás a partir de un breve fragmento de melodía que funcionó.
Hasta que, poco a poco, construyes una versión viable de ti misma, una que puedes tararear todos los días. Encuentras el diminuto granito de arena alrededor del cual puedes formar la perla, hasta que interviene la naturaleza, y tu concha va llenándose de magia, aunque entre tanto tú estés ocupada haciendo otras cosas. Tú empezaste a cultivarla, y la naturaleza tomará el relevo y acabará el trabajo, hasta que dejes de pensar en lo que serás, porque ya estarás demasiado ocupada haciéndolo. Y pasarán 10 años sin que te des ni cuenta.
Y más adelante, con un copa de vino en la mano (porque ahora bebes vino, porque ya eres mayor), te impresionará lo que has logrado. Te maravillará que, en aquellos días, guardaras tantos secretos. Que intentaras no revelar tu yo secreto. Que intentaras metamorfosearte en la obscuridad. Te maravillará ese yo secreto que eres ahora: escandaloso, borracho, promiscuo, con exceso de delineador de ojos, risueño, insoportable, que sufre pánico y se autolesiona. Cuando, en realidad, eres tan secreta como la luna. Y tan luminosa, bajo toda aquella ropa.

[MORAN, Caitlin; Cómo se hace una chica, Capítulo 24, pág. 369-371]